Lo más difícil no fue cruzar el umbral de la Torre, sino caminar sin volver la vista atrás. Cada paso que doy resuena en las entrañas de este lugar maldito, como si el propio aire se deleitara con mi presencia. Al principio, pensé que el silencio sería mi enemigo, pero ahora sé que hay cosas peores. Los sonidos apenas perceptibles, esas voces que no hablan en ningún idioma que haya oído antes, son las que me atormentan.
La Torre es más grande por dentro de lo que parece desde fuera. Imposible calcular cuántos niveles he ascendido. Lo único que sé es que no he cruzado más que umbrales vacíos y salas repletas de sombras que juegan con mi mente. El viento, si es que puede llamarse viento a esta brisa malsana, huele a piedra vieja y a humedad estancada. Me empapa los sentidos, haciéndome olvidar, incluso, por qué estoy aquí.
Siento el peso de mi espada sobre mi espalda. Espada. Cuánto cambia una palabra cuando uno ha pasado tanto tiempo con ella. Ya no es solo una herramienta, es una extensión de mí. Forjada en fuego antiguo, decían que era lo último que quedaba de la Luz de Artea. Mi Luz. El símbolo de un reino que ya no existe.
El último reino.
El pensamiento atraviesa mi mente como una cuchillada. Sé que debería haber un honor en ser el último caballero, el último que se atreve a cruzar estas puertas. Pero el honor es una palabra vacía cuando el corazón está lleno de cenizas. Artea… lo que quedó de ella… No vale la pena pensar en ello. No sirve de nada aferrarse al pasado cuando el presente se cierne sobre mí como una garra invisible, lista para cerrarse en torno a mi garganta.
Sigo subiendo. La oscuridad es densa. Toco la pared con una mano para orientarme, para no perder el sentido de la realidad. Me pregunto si aquellos que llegaron antes de mí sintieron lo mismo. Si, al igual que yo, sintieron la Torre respirar a su alrededor, como si fuera un ser vivo, esperando el momento preciso para devorarlos.
—La Luz… —mi propia voz me sorprende. No la había escuchado desde que crucé el umbral. Es más áspera de lo que recordaba. Demasiado tiempo sin hablar, sin sentir el calor de otro ser humano cerca. Pero la Luz… me aferro a ella. Esa es la razón. La razón por la que estoy aquí.
El rey habló de ella antes de que todo colapsara. «La Luz que iluminará de nuevo nuestros caminos». Palabras vacías de un hombre muerto. Pero mi espada… mi espada todavía brilla, aunque sea débilmente. Cada vez que la desenfundo, cada vez que la levanto contra la oscuridad que me rodea, siento que hay algo más allá de este maldito lugar. Algo que espera ser reclamado.
Al fondo, vislumbro un arco de piedra. La única fuente de luz en esta parte de la Torre. Mi mano, casi por instinto, se posa sobre el pomo de la espada. Las criaturas, las cosas que merodean aquí, rara vez atacan cuando la tengo en alto, pero he aprendido que en este lugar, nada es seguro. La luz que emite la piedra no es natural. Tiembla, como una llama en agonía. Me acerco con cautela, cada músculo tenso, sintiendo que cada paso me acerca más al final.
—¿Qué final? —me pregunto en voz baja.
La respuesta me llega sin forma, como un susurro a mis espaldas. Giro sobre mis talones, la espada lista, pero no hay nada. Solo oscuridad y vacío. Respiro hondo. La magia de la Torre juega conmigo. No debo dejarme llevar.
Cruzo el arco.
La sala es vasta, casi inabarcable, aunque no se trata de su tamaño. Hay algo en ella, algo que provoca que el espacio se sienta desmesurado, como si las paredes mismas se estuvieran alejando a cada paso. Me obligo a concentrarme. El suelo está marcado con símbolos. No entiendo su significado, pero los he visto antes. En sueños, tal vez. O quizás grabados en las piedras del castillo, en esos tiempos en que aún había luz en el mundo.
Avanzo hacia el centro, donde se encuentra un pedestal de piedra negra. Encima, una esfera que emite esa luz enfermiza que vi antes. Es hipnótica, como el brillo de una serpiente al acecho. Me acerco con precaución. Mis dedos rozan el pomo de la espada. No sé qué es lo que siento, pero hay algo en esta luz que no es natural. No es como la Luz de Artea. Es… una burla.
Entonces, escucho el crujido.
No es un crujido de piedra ni de viento, sino un sonido húmedo, como carne deslizándose sobre piedra. Me detengo de golpe. Mis músculos se tensan, el corazón se acelera, y giro con la espada en alto, buscando en las sombras.
Una figura emerge. Al principio, no sé si es humanoide o una mera ilusión, pero a medida que se arrastra hacia mí, se vuelve claro que lo que tengo ante mí no es ni una cosa ni otra. Su cuerpo parece estar hecho de sombras líquidas, deformándose a cada segundo, como si no pudiera mantener una forma sólida por mucho tiempo. Sus brazos, largos y delgados, se estiran más allá de lo que la anatomía permitiría, y lo que debería ser su rostro es solo una mancha borrosa, donde no hay ojos, pero siento que me observa.
Avanza hacia mí, y el suelo parece corromperse bajo sus pasos, como si su presencia drenara toda vida y esperanza del lugar. Mi espada emite un leve destello, pero la criatura no se detiene. Siento cómo la atmósfera se espesa a su alrededor, como si el aire mismo estuviera siendo estrangulado por su mera existencia.
Doy un paso atrás, preparándome para lo inevitable. No puedo dejar que esto me consuma. He venido demasiado lejos.
—¿Por qué vienes…? —la voz de la criatura no sale de su «boca», sino de la propia Torre. No es un sonido, es una vibración que resuena en mis huesos, llena de burla y desdén—. Como los otros… eres nada.
La espada vibra en mi mano, y me lanzo hacia adelante con toda la fuerza que me queda. El filo, que alguna vez fue la gloria de Artea, atraviesa la oscuridad del ser con un destello. La criatura se sacude, como si hubiera sentido el golpe, pero no cae. No se retira. En lugar de eso, la oscuridad alrededor de su forma comienza a invadir mi propio cuerpo, envolviendo mis piernas, subiendo como una niebla helada. Trato de retroceder, pero es demasiado tarde.
—Eres como los demás… un eco vacío de lo que fue.
Mi mente se nubla. Sé que no puedo vencerlo. Su poder no está en su forma, sino en lo que representa. Este ser es parte de la magia de la Torre, una manifestación de las sombras que el Arconte ha liberado sobre el mundo. No puedo matarlo, pero tampoco puedo huir.
—No… —mi voz apenas sale de mi garganta—. No soy como ellos.
El último destello de la espada se apaga, y siento la oscuridad arrastrarse dentro de mí. No es el frío lo que me aterra, sino la sensación de perderme a mí mismo, de ser consumido por algo que no entiendo. Mi mente se disuelve, pero justo antes de caer, una chispa de luz, una pequeña flama de lo que fui, arde en mi interior.
Con las últimas fuerzas que me quedan, clavo la espada en el suelo, justo donde el pedestal de la esfera de luz enfermiza se alza ante mí. La oscuridad se retrae un instante, sorprendida. Siento cómo mi propia vida se funde con la hoja, y una pequeña onda de luz se extiende por la sala, empujando las sombras.
Caigo de rodillas. La criatura no se desvanece por completo, pero retrocede, confundida. La luz no la destruye, pero la debilita lo suficiente.
No duraré mucho más. Lo sé. La espada queda clavada en la piedra, brillando débilmente.
—La Luz de Artea no se apagará… —murmuro, con lo poco que me queda de vida.
Caigo de espaldas, agotado, sintiendo la piedra fría contra mi piel. La oscuridad sigue allí, acechante, pero por un breve momento he conseguido detenerla. El silencio regresa a la sala, y por primera vez en lo que parecen siglos, me permito descansar.
El techo de la Torre se alza como un vacío infinito sobre mí, un abismo en el que me perdería fácilmente si no fuera porque mis ojos no pueden cerrarse todavía. Me quedo mirando esa nada, sintiendo cómo la vida me abandona poco a poco. Mi cuerpo es un cascarón roto, apenas consciente del dolor. Es curioso, esperaba que la muerte doliera más. Pero lo que más me pesa ahora es la sensación de fracaso.
No hay nadie aquí para contar lo que he hecho. Nadie para testificar mi sacrificio. Solo este lugar maldito, que me devorará como lo hizo con todos los que vinieron antes que yo. El peso de esa realidad me aplasta más que cualquier herida. Mi espada, mi luz, solo un pequeño brillo en un océano de sombras.
Sin embargo, algo me mantiene despierto, algo que no esperaba. Hay un resplandor en la esquina de mi visión, un destello, como una estrella fugaz que se niega a extinguirse del todo. No proviene de mi espada, ni de la criatura. Proviene de la esfera que aún flota sobre el pedestal. La luz enfermiza que antes vi en ella ha cambiado. Ahora brilla con una pureza que no entiendo. ¿Es posible que…?
Mis labios se mueven, pero no hay sonido. Mi mente lucha por entender, por recordar por qué vine aquí en primer lugar. La Luz de Artea… la esperanza de un mundo que ya no existe. Todo parece tan lejano ahora, tan difuso. Como si estuviera soñando. Pero la esfera… la esfera es real.
Quiero alzarme, extender la mano hacia ella, pero mi cuerpo ya no responde. Estoy atrapado entre este mundo y el siguiente, sin poder escapar ni avanzar. Miro a la esfera con lo último de mi voluntad, como si implorara por un milagro que sé que nunca llegará.
Y entonces lo veo.
En la luz que emite la esfera, veo algo que antes no estaba allí. Una figura, apenas perceptible, pero real. Una silueta humana, difusa, emergiendo del resplandor. No es una visión, no es un reflejo de mis delirios. Es alguien.
El guerrero. O eso creo. Lleva una espada como la mía, pero es más alto, más imponente. Su armadura brilla con un resplandor que reconozco: la Luz de Artea. Pero no es una réplica de mí, no es una imagen de lo que fui o de lo que soy. Es otro.
La figura se acerca, lenta pero decidida. Mi corazón, que pensaba ya marchito, late con fuerza. No entiendo quién o qué es, pero en lo profundo de mí algo lo reconoce. No estoy solo. No seré el último.
—¿Eres… tú? —pregunto con la voz quebrada, sin saber a quién me dirijo.
La figura no responde. En lugar de eso, alza su mano, señalando hacia la espada que aún está clavada en el suelo. Una orden silenciosa, un mandato que no puedo cumplir. Pero entiendo lo que significa. Alguien vendrá. Alguien más fuerte, más decidido. Yo solo he abierto el camino.
Las sombras empiezan a agitarse a mi alrededor. El breve respiro de luz que he creado comienza a desvanecerse, pero no importa. Mi tiempo se ha acabado. La figura me mira por última vez, y en sus ojos veo la verdad que siempre he sabido.
La Luz no es para mí..
El brillo de la esfera se desvanece junto con mi último aliento, pero en el suelo, donde mi espada permanece clavada, un leve resplandor persiste. Apenas perceptible, una pequeña chispa en medio de la inmensidad sombría de la Torre. Un legado frágil, pero suficiente.
Mi cuerpo es ahora parte de las sombras, pero la espada queda. Un faro, una promesa silenciosa para quien venga después. La Torre, con toda su oscuridad, no es invencible. Solo requiere un sacrificio tras otro.
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