Capitulo 1: La vida en la granja

El sol se alzaba lentamente sobre los campos dorados, pintando el horizonte con tonos cálidos que prometían otro día como cualquier otro. Para Liam, ese amanecer no traía sorpresas; era solo el inicio de otra jornada en la granja, un ciclo que se repetía día tras día. Despertó con el cuerpo alineado con la rutina, como si llevara el campo impreso en sus huesos. La rutina de la granja nunca cambiaba. Su padre siempre decía que esa era la belleza de la tierra: no te exigía más de lo que podías darle, pero tampoco te ofrecía más de lo que pedías.

Los primeros rayos de sol entraron por la ventana, dándole un brillo dorado a las viejas herramientas apoyadas contra las paredes del cuarto. Un cuarto que había sido suyo desde que era niño, con la pintura descascarada y el mismo póster del Núcleo colgado desde hacía años. Una imagen lejana y utópica de rascacielos suspendidos entre las estrellas, un recordatorio constante de todo lo que no era su vida. Un sueño que le parecía inalcanzable, pero al que se aferraba con obstinación.

Liam era un joven de complexión media, con el cabello castaño oscuro siempre un poco desordenado, como si no tuviera tiempo ni ganas de prestarle atención. Sus ojos, de un tono gris verdoso, tenían una mirada que oscilaba entre la calma de la rutina diaria y la inquietud de alguien que siempre mira más allá, buscando algo que el resto del mundo parece ignorar. 

Mientras se vestía, mirando por la ventana los vastos campos de cultivo, su mente divagaba como siempre lo hacía. Sabía cada rincón de esa granja: cada árbol, cada roca, el curso de cada canal de riego. Mientras bajaba las escaleras, el olor a café recién hecho subía desde la cocina. Era el olor de cada mañana, un símbolo de que la vida seguía su curso.

Su madre, una mujer robusta de manos callosas, lo saludó con una sonrisa cansada pero afectuosa. Su cabello, recogido en un moño bajo, ya mostraba las marcas del tiempo, con mechones plateados mezclados entre el castaño. Su rostro, aunque marcado por las líneas de los años, era amable, como si llevara grabada en su expresión la paciencia infinita de alguien acostumbrada al trabajo duro y a las pequeñas victorias cotidianas.

—Hoy será un buen día para trabajar —dijo, con una sonrisa leve, al tiempo que le pasaba una taza de café. La voz de su madre siempre tenía un tono suave, casi como si quisiera envolverlo en una manta cálida.

Liam se sentó frente a ella, tomando un sorbo del café, dejando que el calor de la bebida lo despertara por completo. Miró a su madre, quien lo observaba con una mezcla de ternura y algo más, algo que no pudo identificar de inmediato. Como si estuviera esperando que él dijera algo.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó, intentando sonar casual, aunque sabía que su madre siempre lo notaba todo.

Ella suspiró, sentándose frente a él y cortando un trozo de pan para ambos. Mientras lo hacía, sus ojos recorrieron su rostro, buscando alguna respuesta antes de que él pudiera dársela.

—Nada —respondió al principio, como si no quisiera presionarlo. Pero luego, después de unos segundos de silencio, añadió—: Solo me pregunto… ¿hasta cuándo vas a quedarte aquí con nosotros, Liam?

La pregunta lo tomó por sorpresa. Su madre rara vez tocaba ese tema, aunque él sabía que en el fondo ella siempre había sentido lo mismo que él: que su lugar no estaba en la granja para siempre. Sin embargo, escuchar esas palabras de su boca lo dejó momentáneamente sin respuesta.

—No sé, mamá. —Liam respondió con honestidad, bajando la mirada hacia su café—. No es que no me guste estar aquí, pero… a veces siento que hay algo más allá, ¿sabes? Algo que… que necesito ver.

Ella sonrió, pero esta vez su sonrisa estaba teñida de una tristeza leve, como si ya supiera la verdad de su hijo mucho antes de que él se diera cuenta.

—Eras igual que tu hermano —dijo suavemente, mirándolo a los ojos—. Siempre mirando al cielo, siempre soñando con lo que había más allá. —Hizo una pausa, y sus dedos juguetearon con el borde de la taza de café—. Sé que no puedes quedarte aquí para siempre, Liam. Lo he sabido desde que eras pequeño.

Liam frunció el ceño ligeramente, sorprendido por la franqueza de su madre. ¿Había sido tan obvio todo este tiempo? Para él, sus sueños de dejar la granja siempre habían sido algo que mantenía en su interior, un anhelo que no compartía abiertamente.

—Mamá, no es que quiera dejar todo así como así —empezó a decir, buscando las palabras adecuadas—. Solo que… no puedo evitar pensar en lo que hay allá afuera. Jonas lo hizo, ¿verdad? Él salió, y…

—Y no volvió —interrumpió su madre suavemente, terminando la frase por él. Su tono no era de reproche, sino de resignación—. Sé que tienes que encontrar tu propio camino, Liam. Solo… prométeme que no te irás sin despedirte.

Liam la miró en silencio durante unos segundos. La sensación de querer decirle todo en ese mismo momento lo invadía, pero también sabía que aún no estaba listo. No quería preocuparla, no hasta que estuviera seguro de lo que iba a hacer.

—No me iré sin despedirme —prometió, sin mencionar que el Núcleo ya le estaba llamando, más cerca de lo que cualquiera de los dos podía imaginar.

Liam asintió, pero sus pensamientos ya estaban vagando lejos, más allá de la granja. Terminó su café en silencio y tomó un trozo de pan, mordiéndolo lentamente, sin realmente saborear nada. Cuando terminó, se levantó y se inclinó sobre su madre para darle un beso en la frente. Ella sonrió suavemente, como siempre, con esa mezcla de cariño y resignación que solo una madre podía tener.

—Nos vemos luego, mamá —dijo en voz baja antes de salir.

Su madre le devolvió la sonrisa, sin decir más, y Liam se dirigió al campo. A lo lejos, ya podía ver a su padre, un hombre alto y de hombros anchos, trabajando en el establo. El cabello de su padre era casi completamente gris, y su piel, curtida por años bajo el sol, tenía el mismo tono terroso que la tierra que cultivaban. Las arrugas en su rostro no solo eran del paso del tiempo, sino del esfuerzo, del peso de los años trabajando la granja y sacando adelante a su familia. Había algo solemne en él, una dignidad silenciosa que no necesitaba palabras para hacerse notar. No hablaba mucho, y cuando lo hacía, sus palabras siempre eran breves, más parecidas a advertencias que a consejos.

Salió al campo al amanecer, con las herramientas al hombro y el cielo aún en tonos violetas. La hierba estaba húmeda bajo sus botas, y el aire olía a tierra fresca, a rocío. Era un olor familiar, uno que había aprendido a apreciar.

Liam comenzó su trabajo en los canales de riego. Sabía lo que tenía que hacer; lo había hecho mil veces antes. Mientras sus manos movían las palas, limpiaban las zanjas y ajustaban las compuertas, su mente volaba a miles de kilómetros de allí. 

El tractor viejo, una pieza de maquinaria que había servido a la familia durante años, esperaba junto al establo. Liam lo puso en marcha, con la seguridad de que conocía cada uno de sus caprichos mecánicos. Mientras el motor rugía suavemente y avanzaba por los surcos que había trazado días atrás, sus pensamientos comenzaron a divagar, como tantas veces lo hacían.

Pero por las noches, cuando el sol se escondía detrás de las montañas y las estrellas empezaban a aparecer, Liam podía ser libre, aunque fuera solo en su mente. Podía acostarse en la hierba y ver cómo el universo se desplegaba ante él, lleno de promesas que aún no había cumplido.

A veces, su padre lo encontraba así, tendido en el suelo mirando al cielo, y le decía con una sonrisa cansada: “Las estrellas siempre estarán allí, hijo. No necesitan que las vigiles.” Pero Liam nunca respondía. No sabía cómo explicarle a su padre que no quería esperar más, que cada día que pasaba sintiendo el barro bajo sus botas era un día que sentía que perdía en su búsqueda de algo más grande.

Liam era apenas un niño cuando Jonas dejó la granja por última vez. Diez años mayor que él, Jonas siempre había sido una figura imponente, un gigante a los ojos de su hermano menor. Era todo lo que Liam aspiraba a ser: valiente, decidido, con una energía que parecía imposible de contener dentro de los límites de la granja. Jonas no solo hacía su parte en los campos, sino que también pasaba horas hablando sobre las maravillas del universo, los planetas más allá de la Tierra, las estaciones espaciales y las diferentes especies que habitaban más allá del sistema solar.

Jonas le hablaba de los viajes espaciales, de cómo un día él también exploraría los confines de la galaxia, y Liam lo creía con una fe inquebrantable. Sus historias eran más emocionantes que cualquier cosa que Liam pudiera imaginar: contaba sobre las razas que había leído en los pocos libros que llegaban al pueblo, sobre las naves que volaban más allá de la velocidad de la luz, y sobre cómo el Núcleo, la capital del universo, el corazón de todo.

Pero cuando Jonas se fue, dejó un vacío. Se había marchado prometiendo que volvería, que le contaría todo lo que había visto. Nunca lo hizo. Durante años, Liam había esperado algún tipo de comunicación, una señal de que su hermano estaba bien, pero nunca llegó. Su madre había dejado de mencionarlo con el tiempo, y su padre, en su forma silenciosa, parecía haberlo dado por perdido.

El sol continuaba su ascenso, pero Liam apenas lo notaba. El calor del día estaba empezando a caer sobre los campos, pero en su mente, él ya no estaba allí. Estaba en una nave, cruzando galaxias, viviendo las aventuras que su hermano había prometido. Era un soñador atrapado en la rutina, esperando el momento en que el universo finalmente lo reclamara.

Las estrellas llamaban, y Liam, como su hermano, estaba listo para responder.

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